viernes, 27 de junio de 2008

Los Sentidos y el Vino

Vista: la visión es el primer sentido que entra en contacto con el vino. Su color nos brindará los primeros indicios de su calidad. En un vino blanco, éste puede apreciarse sin problema, pero no ocurre lo mismo con un tinto, para lo cual se recomienda apoyar la copa, servida a un tercio de su capacidad, al filo de la mesa cubierta con un mantel blanco, para apreciar el borde del líquido. A mayor añejamiento, el vino presentará un tono ladrillo, que implica la evolución normal impresa por el paso del tiempo. Uno más joven tendrá tonalidades rojizas más vivas o violáceas.

Olfato: después se sujetará la copa por el tallo -no debe sostenerse como si fuera de coñac, ya que el calor corporal alterará sus características-, para hacer un primer acercamiento a la nariz, sin agitar el contenido. De este modo se percibirán los primeros aromas que expulsa, los cuales son, generalmente, notas de madera y vainilla. Acto seguido, se agita vigorosamente la copa -de ahí la importancia de servirse sólo a un tercio de su capacidad, para no salpicar el contenido-, liberando los aromas restantes, como los frutales.

Gusto: por fin llega el momento de probar el vino. Sorbiendo una cantidad suficiente para llenar la boca, pero no en demasía; antes de moverlo por toda la boca, se aspira aire por la nariz, que finalmente se expulsará por la misma vía. Esto, además de que permite percibir otros sabores y aromas, nos hace detectar si el vino está ligeramente acorchado o no viene en óptimas condiciones. Al pasar el vino por los distintos rincones de nuestra boca, se podrán apreciar los sabores que contiene, así como su suavidad y concentración de taninos (esto último se percibe en la zona de las mejillas). Una vez que se ha pasado el trago, puede contarse el tiempo que su sabor permanece en boca, para determinar si es un vino "largo" o "corto".

CONOCIENDO LOS ORIGENES

Entre la multiplicidad de factores que determinan las características y calidad de un vino, se cuentan las propiedades de la tierra donde se siembran las vides que servirán de materia prima para su elaboración. Así, las vides cosechadas en suelos pedregosos producen un vino elegante y sutil, al que le puede faltar, sin embargo un grado óptimo de concentración, mientras que un suelo más arcilloso aporta mayores nutrientes y, con ello, produce vinos de mayor color y potencia, aunque quizá de menor refinamiento.

Un suelo pedregoso y de origen aluvial propicia un buen drenaje que permite controlar el vigor de las parras. La existencia de una capa de unos 15 centímetros de suelo fértil con un fondo pedregoso, propicia que la lluvia se drene y la planta no pueda aprovecharla en demasía.

Una superficie de arcilla roja que aporta potencia a los taninos, y una pendiente en el terreno facilita el drenaje que proporciona gran intensidad frutal al vino que ahí se produce.

Fuente | Lugar del vino

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