Si bien incipiente en nuestro país, esta tendencia comienza a conquistar adeptos entre consumidores y restauranters, al menos en Buenos Aires. (y en lo del Chino, en Santa Clara del Mar.....un Clásico)
La cuenta por cenar fuera suele abultarse por el lado de los vinos. Es más, si hay una tarea ingrata al comer en un restaurante, es seleccionar la bebida en base a lo que se supone habrá que pagar al final. Salvo que por decisión o respaldo económico, uno decida no mirar la columna de la derecha en el menú y que sea lo que dios quiera.
Sucede siempre. Ahí están los raviolones de cordero con salsa de hongos y desde el estómago llega una orden que nos mueve a pedirlos. Por caso, del otro lado de la mesa, sobre el menú escuchamos que nuestra compañía gustará de un ojo de bife con papas rústicas y sin mediaciones ni despliegue de hojas de cálculo, quien haya invitado la cena sabe que se impone un buen tinto. Y sabe, también, que a partir de ese momento tiembla la billetera.
Va hacia el final de la carta de vinos y comienza el sufrimiento: la situación amerita algo especial, pero la cuenta ladra desde la caja e incluso parece que el encargado está dispuesto a multiplicar por decenas cualquier cosa que se pida. Mientras comienza a transpirar finito, a especular con horas extras para llegar a fin de mes, asciende por el folio en busca de aquel producto que tiene la mejor relación precio calidad.
Hay uno que podría salvar la cruzada, pero basta levantar la vista para ver que esa botella de cabernet o merlot está en un área de la cocina –a la vista- que, en promedio térmico, debe alcanzar el segundo o tercer infierno por la cercanía del horno. Pedirlo sería arruinar una noche que promete mucho más de lo que el vino empuja por hundirla. ¿Qué hacer?
El descorche
Los europeos lo resolvieron desde el vamos: en Francia, Italia y España sobretodo, es común que el comensal pueda llevar su propia botella de vino al restaurante. No es cosa de pura bondad. Sucede que en el viejo continente, para poder vender alcohol hace falta un licencia costosa, no así para su consumo. Entonces se impone un acuerdo elemental: ellos venden comida, usted puede llevar su vino.
Cuando es así, por lo general la casa cobra una tasa que llamada descorche, de igual manera que se suele cobrar a veces el cubierto por el mero hecho de sentarse a la mesa. Esta costumbre, que también es tendencia en Canadá y Estados Unidos, parece tímidamente despuntar en nuestro país.
Sólo en Buenos Aires hay al menos una docena de restaurantes que permiten el descorche y que lo cobran desde 6 a 25 pesos. Algunos muy refinados, como Thymus o Restó.
Porque a diferencia de Europa o Norteamérica, en nuestro país es lícito que un restaurante expenda bebidas alcohólicas sin costos extras. Acá el conflicto pasa por otro lado. Algunos de los restauranters que lo ofrecen tienen una mirada samaritana y piensa que si ya los eligieron como lugar para comer, no debieran ofenderse si los vinos que ofrecen no son del agrado de cliente. Pero son los menos.
Hay otros que van más allá y aducen razones económicas: adquirir vinos para un restaurante requiere de mucho dinero y expertise que no siempre se tiene. Un error en su compra, a veces, puede poner en riesgo las finanzas. Con una oferta creciente y bien compleja, algunos optaron por liberar al cliente a su gusto y sólo ofrecen macas básicas.
Como consejo, si se pretende beber refinado en un restaurante, lleve vinos que no estén en la carta. Productos raros que, cuando le pida al mozo que lo abra y ponga cara “de lo que me propone es un delito,” le permita tentarlo con una copa y verá que obra maravillas. Si hay un virtud en el buen vino es el poder de convencimiento.
Y si aún duda en salir a cenar por lo que pueda llegar a pagar un vino, cómprelo de camino, seguro será entre la mitad y dos tercios más barato. Eso sí, una vez en la mesa, si no quiere que lo señalen de roedor, tenga la delicadeza de no pedir el plato más sencillo, además para compartir.
Fuente | Bodegas Familia Schroeder
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